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viernes, 10 de abril de 2020

Letras para las tardes


Una dulce y cristalina mañana se baña de sílabas perdidas, un oscuro amanecer se distrae con las ventanas amarillas de una caritativa sonrisa; luego, esa misteriosa armonía se distrae y trae consigo un elocuente sonido parecido al gemido de los perros, cuando desesperadamente desean ser amamantados por la perra que los vio nacer, es así que comienza la travesía de un pobre versículo, esperando ser leído por la mísera atención de un lector incapaz de sostener la valiente mirada sobre sus cuencas, pálidas y sin belleza.
El prófugo levanta por fin su cabeza y del estanque aquel anima a su cuerpo para que también lo haga, entretejiendo cosas del pasado con el futuro lejano en sus manos y desdibujando viejos atardeceres en el vientre de los cuerpos que habitan las aceras de la noche; si, las caderas en las calles y los pasos sonrosados llenos de fluidos extraños, pero a veces bien pagados, son los que mantienen viva la sangre de este silencioso y cautivo anciano, que disfruta lentamente del gris color, harapiento y destrozado, tanto como el aroma que le regala los vientos para su intrépida  sinrazón consuelo.
La mierda de los gatos se incrementa en sus sueños y el simio que baila se ríe por las tardes, se burla y se mofa, escondiéndose las muelas porque aún él no ha logrado entender el enigma que los dioses le entregaron, bajo la rareza de febrero y sobre las mil formas que esconden los cielos,  de repente y desde la espuma del océano, quisieron devolverle la sal que su cuerpo tantas muertes necesitaba; ojos negros con sombra en la mirada y labios secos por el tinto que le besaba, una bestia, única y aclamada por los dientes que gritaron: ¡aleluya, aleluya, el señor por fin murió!  era la que de paso lo visitaba… en sus sueños, en sus huesos, al menos una vez por mañana.
Versaron el tiempo y junto al hielo se escuchó el parpadeo de las flores, de los montes, de algunos soles y de tan sólo un hombre que pretendió conquistar a la desdicha, cabalgando la garganta de unos monjes que repetían su nombre bajo el conjuro de un cálido mantra; bella calma, aroma mortal con lágrimas calvas, hambre sobre sobre sus hombros, crujientes tripas para el consuelo de sus oídos, masticarse la lengua como ofrenda o morir caminando en vez de volar; ah, maldita penumbra, densa y volátil que corrige la ortografía pésima de las conciencias y así mismo destruye las páginas escritas con las velas de la época.
Me canso rápidamente y me duelen las piernas

2020

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