Entre designios informales nos hemos
envuelto mágicamente con la mirada circunstancial del fuego eterno de la nada,
del vacío, del silencio sin movimiento, del caos abrazador, del ruido
perturbador cuando ensueña claramente con la noche abrazadora del mañana y
retumba suavemente entre las colinas iluminadas por la aurora cuando permite
acariciar al húmedo amanecer de los astros, de la lluvia, de los vientos, de la
arena en el desierto; en dónde el Sol estremece sus labios y aniquila con su
amor cada respirar agonizante que decreta la vida, el aliento de la muerte, el
sonar de las mentes, el sueño del niño aquel que es desterrado por preguntar el
porqué del por qué. Cada amanecer, cada atardecer, cada anochecer es
enriquecido por la angustia que cautiva los cuerpos del espejo; los reflejados
que indagan al espectro voraz de la mirada y reconocen el palpitar sincero de
la Tierra, emerge de tu profunda sonrisa un cuasi arrogante destello cuando
decide sobresaltar las paredes virginales y entrelaza una vivaz armonía entre
la noche que despidió al crepúsculo y la no pronunciable cosa que sueña con el
cálido otoño de la verdad.
Una vez anunciada la gloria, es
sometida la victoria ante las cadenas del petulante orgullo, claro y sincero de
los átomos; una vez interrogada la atmósfera, los cuerpos se suspenden entre el
plateado cuento, cuando fueron expulsados por el éter sobre el azul de la Luna
y una vez más, ella; es mitigadora del brillo y desmantela preguntas en la
habitación de la memoria, propiamente inscritas con el pigmento desgarrador del
hielo saturnal en la octava casilla del año, del quinteto enamorado.
Para establecer criterios, para
eternizar la dicha y construir vivaces melodías al mediodía; es necesario
sumergirnos en la hoguera, admitir el ahogarnos sobre el espejo y flotar entre
milenios salados, soleados, dorados y sazonados, cuando suspenden las líneas de
los rayos Solares sobre la penumbra escalonada en la triunfante vida. Vida que
nace en la infinitud de los cuerpos y sobrevuela para cuestionar cada susurro
de los tiempos, se ve desplegada en la palabra y en su naturaleza temprana,
para profanar los sigilosos encuentros del valle, de la montaña, de la roca, de
la mañana, del rio desventurado que se desborda entre canciones apasionadas,
pronunciables sobre el agosto dominical, y nuevamente su pericia almuerza en
las ventanas del presente.
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