Sobre el viento que destella las olas saladas de tu voz,
sobre el adiós del olvido que aguarda los cantos marchitos de mis días, el
sudor de las arpas y el color de las uñas miran la neblina que se disipa con
las horas. En el parque llovían bocas y lengüetazos, y en la casa un poema se escribía; aquel
fuego abrazaba la noche y en sus brazos unos coros elevaron mis poros hacia
ningún lado, hacia el ocaso de lo humano.
Mi vejiga se humedece y los rayos nacen con las rocas,
golpean la razón de mis huesos, deshacen la verdad sobre mi nombre; nuevamente
el arpa es disonante y el frío de la realidad es tan íntimo como la sal de tu
reloj, la piel arde y el color de los años se rasguña en mis manos, en mis
párpados, y el olor de mi cuerpo, llama a gritos al crepúsculo perdido que se escondió, cuando la fiebre gris de mis días, enardecía tristemente, mientras mi aliento se
perdía.
Dejé de correr para sentarme junto a la arena, dejé de soñar
para olvidar los sueños que soñaron con mis manos, nunca vi las almohadas
ebrias de tanto amanecer y el cansancio visitó mi tiempo; mi templo se
arrodilló ante mis ojos y me permitió comprender que la mierda nunca florece.
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